jueves, 4 de junio de 2009

El hombre que nunca estuvo, de los Hnos. Cohen (La Voz)



Kafka (entre otras muchas pero muchas cosas) tiene un método que genera un efecto particular (lo kafkiano, obviamente) y cuya estructura estoy empezando a dilucidar. Creo que este efecto se da por situarnos en el punto de vista del personaje principal (a través de dar al lector sólo aquellos elementos que están dentro del campo de conocimiento de este personaje, o lo que los psicólogos llaman vulgarmente “conciente”), luego ponen a este personaje en situaciones cuyas soluciones o significados inferimos y pone, al fin, esas inferencias en la boca de los personajes secundarios (lo que los psicoanalistas llamarían algo así como materialización del subconsciente y yo, más estrictamente narrativo, prefiero llamar salto al margen). Para traducir un poco esta larguísima oración: nosotros y los protagonistas somos puestos en una situación en la que intuimos que el resto sabe más que nosotros. El efecto puede dividirse al menos en tres síntomas: el efecto paranoico (el resto sabe más que yo de mi vida), el efecto culpógeno del hombre pequeño (yo no sé de mi vida todo lo que debería saber) y el efecto absurdo (mis datos de conocimiento y el mundo son irreconciliables).
Creo que los Cohen hacen lo mismo, metiendo datos de esta inferencia en las conversaciones de los personajes. De esta forma, la pequeña (o gran) sospecha de tensión sexual que teníamos se materializa en la insinuación de un vendedor o en las tentativas de una adolescente, por ejemplo. Son momentos de extrañamiento (otra vez lo ominoso, de Freud, donde lo familiar se vuelve extraño) en los que los personajes dejan de hablar entre sí para incluir al espectador. Son momentos que cortan la empatía con el personaje principal y establecen la complicidad con el mundo de lo desconocido. Como espectador, es difícil no sentir algo de culpa por abandonar a ese hombre tan pequeño por influjo de una voz tan fuerte. Como espectador, es difícil no sentirse vulnerado, pues se ha roto un pacto, se nos ha hablado directamente a nosotros y se nos ha dicho “sé lo que estás pensando”. Y si esa voz sabe tanto más de la historia, si está al tanto de que estamos ahí, ¿qué tanto sabrá de nosotros?
La idea de Dios se instaura como un crimen, como una violencia que rompe el código de equidad y nos dice “yo sé más de vos, que vos mismo”. La narración tradicional es el orden del mundo (el mundo puesto en orden), que nos coloca en una posición de exterioridad y nos da un cálido efecto de objetividad respecto a lo narrado, pero también nos niega la posibilidad de un verdadero compromiso emocional (nadie se suicida porque Werther lo haga). La interpelación de esta voz nos saca de nuestro privilegiado lugar externo y nos obliga al compromiso. Nos obliga a la alianza con el personaje principal para vencer al fúnebre Dios de la voz. La nueva hoja sobre la que se escribe la narración es la piel, la carne y cala hasta lo hondo de los huesos. A través de este artificio todos somos prisioneros de La colonia penitenciaria de Kafka: luchamos por entender una lectura, la de nuestra propia condena -esa que todos excepto nosotros podemos ver-, antes que sea demasiado tarde.

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